domingo, 18 de marzo de 2012

El color del silencio

Del realismo a la abstracción



Por Reinaldo Spitaletta

Publicado en el Periódico "EL COLOMBIANO"
Domingo, Noviembre 30 de 1997
Medellín, Colombia




         EL PINTOR boliviano Orlando Arias, residente desde hace nueve años en Medellín, intenta plasmar en sus obras las angustias contemporáneas, la esclavización del hombre por la máquina, y la poesía de las formas y el color. Presentamos un perfil del artista y una muestra de su estilo

         Quizá el drama de este pintor radica en la oscilación entre el figurativismo y la abstracción. O puede, más bien, que sea ésa su virtud. El caso es que al observar alguna de sus obras, se adivina en ella poesía. Y dolor. Y un grito. Una suerte de protesta contra la mecanización del hombre. Una reivindicación de la sensibilidad.

         "La pintura ayuda a sensibilizar, a tener contactos con lo inexplicable", declara el boliviano Orlando Arias Morales, un tipo que salta de la acuarela al acrílico, pasando por el óleo, y siente que, en ocasiones, alguien indeterminado guía su pincel.




         Observar ciertas obras suyas es una experiencia que extraña riesgos: el de estar frente a preguntas en torno a la robotizacion humana; el de ser atraído con fuerza metafísica por explosiones de color; el de nadar en una nebulosa, extraviado. Cosas del arte.

         "No me dejo arrastrar por la rutina. Trato de no mecanizarme. Paso de un estilo a otro, pero siendo yo mismo. El hombre contemporáneo está robotizado. Nos quieren volver máquinas, todo parece producido en serie. El pintor tiene que plasmar esa tragedia", dice, en medio de sus cuadros, que ascienden hasta el techo de su casa, en San Javier.



         Nació un diciembre de hace 43 años, en Potosí; se crió en Cochabamba, donde sus padres pensaron que podría ser inventor. Era bueno para matemáticas y física, pero también para pintar. No terminó ingeniería civil, ni economía, porque los lienzos ganaron la batalla. El arte lo sedujo, y a él se dedicó, sin remedio.

         Y no resistió la academia de pintura, porque él iba más rápido. Por eso es autodidacto. "La vida es una escuela", afirma, mientras recuerda que, primero, quiso ir a Argentina, pero lo atrajo más el norte. Ecuador, Colombia como estaciones hacia México, donde no ha llegado aún. "Y tal vez, ya no vaya, porque quiero ir a Europa y Estados Unidos con mi obra".




         Medellín lo sedujo, porque, de entrada, le dijeron que aquí gustaba mucho la acuarela. Y porque aquí conoció a Myriam Paniagua, su mujer. Desde 1988, pinta en esta ciudad de contrastes y sorpresas. Y alcanza a vivir de sus cuadros. "En lo posible -dice- hay que vivir sólo para la pintura".

         Para él, admirador de Bacon y Van Gogh, el arte, que es dolor y pasión, también es comunicación, el resultado de muchas cosas. Vivencia. "Es una lucha interior. A veces siente uno que debe ir de tal forma, de tal color, y uno se deja llevar de ese impulso, pero sin mecanizarse".



         En la pintura de Arias hay halos místicos y misteriosos. Busca trascender la realidad, ir más allá de lo físico. "Hay momentos en que no preconcibo nada. De pronto un brochazo, el primero es el más conflictivo. Después, pongo colores, advierto formas. Como un caos, que uno va estructurando".

         La pintura, según él, no desaparecerá, como lo advierten otros. "Las instalaciones no la reemplazan. Aquéllas son otra expresión. No se excluyen. Lo que pasa es que los críticos quieren conducir al pintor, decirle qué debe hacer, y eso es como asesinar el arte. El arte es Libertad. No hay porqué obedecer a la élite de críticos. No se puede hacer lo que no se siente", dice con su voz lenta y bajita.




         En Arias se conjuga lo terrígeno y lo que trasciende cualquier frontera. En su lenguaje de formas y colores, dice asuntos que no es posible verbalizar, pero que cada uno entiende a su modo. Sin dogmatismos. Y haciendo uso de la imaginación, que es quizá la más alta riqueza de los latinoamericanos.

         Como sea, nadie pasa impunemente ante una obra de Arias. Porque en ella hay poesía. Y dolor. Y un grito de tierras y aires, que va más allá de los Andes.





 


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